El testigo ha ido a la escuela día tras día durante años; ha ido tantas veces que no conoce un viaje más trastornador y, a la vez, más rutinario. Esta peculiaridad de su educación –la de ir cientos de veces al mismo lugar por la mañana, a la misma hora- ha transformado lo que recuerda en una presencia, como si esa parte de su memoria hubiera mutado en un ser vivo.
Así, el testigo respondió que su recuerdo de la escuela es solo una imagen, y no muchas, y que esta imagen tiene voz, como si la escuela le dijera cosas.
Dice que solo al cabo de muchos años fue capaz de escribir un recuerdo obsesivo que se interponía en su deseo. Lo escribió con el único fin de librarse de él mediante el ritual de la literatura, y, aunque insistía en que no se acordaba “de nada” y en que, en el fondo, todo eran suposiciones menos el hecho mismo -que era irreproducible-, su escrito revelaba una gran capacidad para evocar la verosimilitud, que se sustentaba quizás en el prolijo detalle. Por esta razón, concluí que era verdad que el testigo no recordaba con exactitud lo que escribía pero que tampoco se lo inventaba, y que solo el rescate de su propia experiencia del dolor y del miedo le permitía describir en esa franja intermedia de no ficción creativa dónde parece desarrollarse la mayor parte de la vida. A continuación, reproduzco una parte de la transcripción de aquel texto cuya copia me remitió por correo postal y que, hoy, he decidido compartir.
«Entraron en silencio. El primero hizo un gesto a los otros cuando vio a la chica dentro. Eran tres, atléticos y guapos, y el cabecilla tenía una mirada luminosa, febril. Muchas chicas y chicos seguían sus pasos y sus palabras llevados por una necesidad de admirarlo; a su manera, lo adoraban. Durante el descanso de la mañana, entre una clase y otra apenas quedaba nadie en el aula y a ella, que era alta, debió de ser muy fácil distinguirla nada más abrir la puerta. Estaba en un rincón, hablando con otra chica. Nadie había allí en ese momento que pudiera enfrentarse a ellos o detenerlos salvo la amiga con la que ella hablaba y yo mismo. Gritamos “socorro”, les insultamos, pero no nos atrevimos a más. Casi nadie se percató de su presencia cuando entraron; eran los más fuertes, los que también me humillaban diariamente, a mi y a mis amigos aunque no de esa manera porque no éramos chicas. Bueno, no éramos chicas pero para muchas cosas era como si fuéramos chicas, o chicas «feas», a las que ni siquiera humillaban tocándolas, todo lo más un empujón, un golpe o un insulto delante de los demás. Por un momento creí que venían a por mí pero luego comprendí que solo ella era el objetivo. Enseguida la doblegaron; uno la sujetó por la espalda agarrándole los brazos para dejar así desprotegidos y vulnerables sus senos pero sin quitarle la fina blusa negra que vestía. Así podía el otro pasarle la mano por el sexo y apretarle los pechos y tocárselos al tiempo que el tercero le tapaba la boca para que no se oyeran sus gritos. En esta acción –Laooconte mujer y sus hijos atacados por monstruos goyescos-, el cabecilla era el único que tenía las manos libres. Solo él tocaba el sexo y los senos de la chica y únicamente él satisfacía el aparente objetivo de aquel abuso. El gozo del jefe me era incomprensible pero el de los otros dos parecía más fácil de entender: la sintonía que guardaban no solo entre sí, felices e incautos, sino, también, con el designio brutal de su jefe era una suerte de amor rudimentario si bien dependiente del poder que éste ejercía sobre ellos, y completamente ciego. Tras medio minuto o menos, de palabras y caricias soeces, de amenazas, patadas y manotazos, el cabecilla tomo la mandíbula de la chica en sus manos y la besó en los labios, forzándoselos con lo suyos y también con su lengua durante un rato. Ese beso quedó en mi memoria para siempre: un beso alienado, un escupitajo, una baba caliente. Al rato se fueron, tal y como vinieron, dejándola inmóvil en el mismo rincón dónde la atacaron; allí permaneció sin llorar siquiera, arrellanada, con el rostro pálido, alicaída y los brazos inertes hasta que sin mirar a quienes tenía delante y habiéndose asegurado de que se habían ido, empezó a recomponerse la ropa. Su melena negra le cubría, enmarañada, el rostro, y así se mantuvo un rato, inclinada hacia delante, como si no se atreviese a alzar el rostro, o a sollozar. De repente, con un espasmo, en un llanto escondido midió una síncopa larga, como si se estuviera asfixiando. Se puso de pie -se movía aún muy despacio-, y con un mohín de rabia en su rostro, sin mirarnos pero sin ocultar las lágrimas y abrochándose los botones sueltos, tornó la lentitud en furia, y le dio rienda suelta antes de abrir la puerta y salir del aula, mientras escondía la mirada de nuevo bajo sus manos, y exclamaba a media voz: “cerdos”».
Floor Cake, pintura polímero-sintética y látex sobre lienzo, espuma de caucho y cajas de cartón, 148,2 x 290,2 x 148,2, Claes Oldenburg, 1962, MoMA, New York (regalo de Philip Johnson).
El testigo fue muy claro: lo que vivió originó un relato en su memoria que tardó años en comprender. Entretanto, el relato también iba variando, y la capacidad de su memoria, así que todo parecía deshacérsele pero sin disolverse del todo, como una mancha en un ojo o en una ventana, que uno traspasa diariamente con la mirada pero de la que no puede librarse. Pero un buen día, ante aquel pastel de Oldenburg, la memoria del testigo logró recuperar la piel de antes; y por primera vez logró hacerse cargo de lo que allí se le había muerto.
Este detalle, relativo a la importancia que supuestamente una obra de arte tuvo en su conciencia, y que el testigo no incluyó en su escrito, me llamó la atención. Lo contó en una entrevista posterior y cuando le insistí en que me dijera qué era lo que allí se le había marchitado respondió: “la energía; como la pérdida de un armónico de la voz o como cuando acaricias un cuerpo o amas a alguien y tus dedos parecen dormidos”. Me sorprendió que mencionara la palabra “energía”, no se a qué cuento venía, y él, medio ofendido, casi a voz en grito, exclamó: “antes de lo que pasó, aquella misma mañana, me sentía vivo pero después, cuando ella salió del aula, día tras día, poco a poco, fui sintiéndome cómo ese cake de Oldenburg”. Y sin avisar, amenazadoramente, soltó a mis pies un gargajo brillante como la baba de un caracol. En esos filamentos rodeados de diminutas burbujas que tomaban el color blanco y gris del suelo reconocí el asqueroso beso que se le había atascado en la memoria.
©All rights reserved. Zugvogelblog, 2021.
On the bus, along 5th Avenue, by Mount Sinai Hospital, just a few days before the virus started ravaging the city; March, 2020.
Sunset in Central Park. Apple Phone 6X, unmodified (14th February 2020)
Tomato Sunset Tomato, Herminio Molero; esmalte sobre cartulina, Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, 1969
El perfil de Ignacio Gómez de Liaño es poco común pero no creo necesario desmenuzarlo aquí rutinariamente. No podría. Y tampoco se lo merece; está por encima de presentaciones al uso. Esta magnífica exposición -en gran parte su colección personal, que ha donado al Museo Reina Sofía- lo confirma. Es un auténtico regalo para los sentidos y el intelecto; para todos aquellos que, en España, prestamos atención a la creación y a la heurística, y, también, para los historiadores, del arte o de los últimos años del franquismo.
El laberinto instalado en el Instituto Goethe de Madrid dónde muchos pudimos experimentar la primera catarsis posible durante los últimos años del franquismo: vivíamos dentro de un régimen con burbujas de libertad, insufladas por Alemania en este caso, y con abismales carencias, también de libertad: un laberinto cerrado, pero iluminado
Poema Circular (una película), Elena Asins. Tinta sobre papel, ca. 1968. Donación de Ignacio Gómez de Liaño al MNCARS.
Gómez de Liaño ha planteado a lo largo de su vida una forma de cuestionar a la que en España hemos estado y seguimos estando poco habituados. Grandes personalidades como la suya -entre las más comprometidas-, molestan a las mentalidades institucionales y burocráticas y, también, a las más vanguardistas o progresistas. No se callan, aunque no siempre guste lo que dicen e, incluso sí, a veces, no gustan a nadie. Es cierto que no siempre son fáciles de comprender y que pueden llegar a ser exorbitantes. Pero la razón es que caminan siempre en el límite del pensamiento, y que, en todo momento, aspiran a hacerlo con coherencia. Esta exposición da buena cuenta de ello: no es el fruto de un coleccionista o de un artista, ni siquiera de un historiador, es mucho más: es el testimonio de un filósofo que mientras vive reflexiona de manera creativa sobre los aspectos que considera cruciales en la vida, entre ellos, el arte y el conocimiento. Esta exposición ofrece el testimonio de una fértil época de creatividad cuyo enorme valor se aprecia ahora en toda su dimensión, porque fue requisito sine qua non de muchas otras polinizaciones artísticas que la sucedieron, muy distintas en carácter y objetivos, y, entre otras, la llamada movida. Él mismo, a través de su compromiso y de su búsqueda fue creador y protagonista de aquellos mimbres, que ahora revela en esta exposición, y culmina con su donación al museo.
S/T, Julio Plaza. Metal esmaltado, ca. 1967
Un posible punto de partida teórico para explicar lo que se aprecia en la exposición se sitúa en las primeras y segundas crisis del lenguaje en la Rusia zarista prerevolucionaria y, después, en Francia, tras la Segunda Guerra Mundial: en la senda de Saussure, Jakobson, y los formalistas Schklovsky y Bajtin, entre otros, que inician nuevos y drásticos métodos de análisis de los procesos de la creación en el ámbito del lenguaje y de la literatura. Otros poetas y artistas plásticos rusos se adentrarán en diversos experimentos, uno de entre los más notables el zaumni iasik (lenguaje irracional) en la ópera Victoria sobre el Sol, por ejemplo, de Alexei Kruchionij, Victor Jlebnikov, Mijail Matiushin y Vladimir Malévich, en 1913. También, más tarde, los constructivistas moscovitas se acercarán, en la década de 1920, a lo concreto, al minimalismo avant la lettre, y a lo automático -o a un objetivo tan místico como buscar la tridimensionalidad de la construcción en la bidimensionalidad de un plano-, con el fin de abandonar definitivamente la agencia individual del artista para entrar, «revolucionariamente», en ámbitos productivos del estado soviético desligados del arte (al menos del concepto de arte que había prevalecido hasta la fecha, cuando design se traducía aún por «dibujo» solamente).
Spatial Composition, Katarzyna Kobro. Painted Steel, 1929. Muzeum Sztuki, Lodz, en el MOMA
Es un aliciente que el Museo Reina Sofía dedique una amplia exposición, en la planta inmediatamente superior, a la actriz y activista francesa Delphine Seyrig, la inefable musa de Alain Resnais en L’année dernière à Marienbad. Esta película, de 1961, cabe bien dentro del proceso general de búsqueda más allá del lenguaje, y de su descomposición, al que ya he hecho mención, revivificando la vieja idea de vanguardia con un guión nouveau roman. Este film de Resnais contiene numerosos tesoros en los que no puedo extenderme ahora. Me detendré solo en Maso [chisme] et Miso [gynie] vont en bateau (lo que va entre corchetes es mío), «Maso y Miso van en barco», un film re-interpretativo de un episodio del programa pionero de entrevistas de la television francesa, Apostrophe. Las habilidades de su sinuoso presentador, Bernard Pivot, quedan al descubierto gracias a la acción de Delphine Seyrig y su equipo, que logran desnudar el machismo del patriarcado reinante. Con su grupo, las Insoumuses, que firma Maso et Miso vont en bateau, logra dejar constancia del doble rasero de Bernard Pivot y de la Secretaria de Estado francesa para el (primer) Año de la Mujer en Francia, Françoise Giroud, en 1975. Lo más interesante es, a mi parecer, que convierte su grafiti audiovisual en un arma eficaz para el activismo político ya en la década de 1970.
Deplhine Seyrig y Giorgio Albertazzi en una escena de L’année dernière à Marienbad, de Alain Resnais, con guión de Alain Robbe-Grillet, 1961.
A breathtaking and loving documentary on Letizia Battaglia’s life as a photographer
I was lucky to meet her in New York, more than nine years ago at the Gala of the International Center of Photography, 2009. She was given the Cornell Capa Infinity Award, together with other awardees: Aveek Sen, Liego Shiga, Gert van Kesteren and Annie Leibowitz among others. The guests were ecstatic. And Letizia Battaglia was simply a woman full of joy and energy. She still is. The documentary by Longinotto is just flawless, miraculously beautiful. I have no other words to describe it. Not to be missed.
In the history of violence -that nobody has yet written with a sense of totality and global justice-, let us at least proceed step by step. On this occasion, Thomas Ostermeier has staged in Brooklyn the eponymous autobiographical novel by Edouard Louis, which basically concerns homosexuals: ethnically discriminated or not, immigrants and native, proletarians or dispossessed and nerds who signal themselves by feeling, and by reading too much for what it is expected from them. Persecuted, attacked, bullied, fallen ill, jailed or killed. Yes. But the first lesson? Violence is never a unilateral or a bilateral question; there are always more sides to it. And those other sides can be your own kin, homosexuals or not, your partner, your friends, your colleagues; or be within yourself, or be just a part of yourself or be simply right at the heart of your love. An excellent and talented rendition of Louis’ novel in German language by Ostermeier. Two hours that fly. A pleasure to see, despite the harrowing pain.