MIRAR EN LA OSCURIDAD

por Zugvogelblog

VIVAC

Por la Sierra de Candelario, el grupo de la Sociedad Geográfica Española ascendió hasta la corona más alta del antiguo glaciar y se detuvo en un paraje de rocas y pozas de agua clara. Transcurridas unas horas, nuestro guía -experto geógrafo y explorador, Pedro Nicolás- identificó un lugar más recóndito para la pernocta, cerca de la cumbre, a los pies de la última gran cresta rocosa. cumbres y nubesAllí la piedra era oscura y por la noche se la escuchaba restallar sobre el rumor de un manantial. Más tarde, dentro de los sacos de dormir, los cuerpos se enfriaban ligeramente y mirábamos en la oscuridad de la noche. Pero para mirar la noche, había que franquear primero la oscuridad del sueño, algo así como una “noche menor”, o una «noche interior». Cuando los ojos se abren en la tiniebla pasan  de la primera bóveda, el cráneo, a la segunda bóveda: el cielo.

OcasoIntuir la primera bóveda no es complicado: basta con mantener cerrados los ojos un rato. Es un lugar sombrío dónde revolotean chispazos y sombras: podría ser la caverna del mito de Platón pero con un solo morador. La segunda bóveda no es necesario intuirla pues está a la vista y se muestra con claridad en la oscuridad de la noche. No es una bóveda, pero la antigua verdad – convertida en metáfora- sigue siendo inspiradora y conveniente. La bóveda que tenemos dentro no se deja ver y la que es externa se exhibe en la oscuridad. El contenido de la primera pugna por proyectarse sobre la segunda y salir del estrecho receptáculo craneal para vagar en el éter  –ésta es la primera forma de «viaje» que conozco- , antes de recogerse de nuevo en la “caverna” del cráneo durante el sueño. En la reiteración de este constante viaje de ida y vuelta reposa seguramente la clave de lo que llamamos conciencia, y, también, de una forma sofisticada de la misma, el conocimiento.

Un viaje hacia la noche. Fotografía de la Sierra de Gredos, cortesía de Javier Rodriguez Vázquez de Aldana

Foto de J. R. Vázquez de Aldana

Despierto en plena oscuridad, busqué mis gafas dentro de la bota dónde las había colocado y esperé a que se deshiciera el vaho helado que cubría las lentes. Antes de ponérmelas, rendí un breve homenaje a quienes descubrieron el poder de estos cristales, sin los cuales la mirada habría quedado – literalmente, en mi caso- sometida a una miopía insuperable. Recordé a los científicos holandeses Christiaan Huygens y Antonie van Leeuwenhoek, observadores minuciosos de la luz, tanto de las estrellas -el primero, nacido en La Haya- como de los microbios -el segundo-, un comerciante de Delft.

Vista de Delft, de Vermeer. A la derecha, el petit pan de mur jaune que Marcel Proust describe en su novela y, a la izquierda, la sede de la compañía de las Indias Orientales

Vista de Delft, de Vermeer. A la derecha, el petit pan de mur jaune que Marcel Proust describe en su novela À la recherche du temps perdu y, a la izquierda, la sede de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales

A la par que los científicos, también miraban de manera nueva Vermeer, igualmente nacido en Delft, y Rembrandt, artistas activos en el seno de aquella sociedad floreciente que sustituía viejas supersticiones, dogmas y prejuicios por nuevas ideas y verdades que impulsarían no solo la ciencia moderna y la pintura sino, también, a través de la Compañía de las Indias de Oriente (Vereenigde Oost-Indische Compagnie), las bases del capitalismo comercial que caracteriza nuestro mundo contemporáneo. Provisto ya de mis gafas quería mirar el firmamento y que nada me distrajera. Pero, ¿qué es mirar sin más, sin que nada distraiga, sin que un oscuro prejuicio interrumpa el proceso? No es tan sencillo como parece: se interponen emociones estéticas y filosofías de lo sublime, creencias religiosas y dogmas, conceptos científicos aprendidos, miedo e imaginación (a menudo de la mano)… así como imágenes y pensamientos de la experiencia individual que, proyectándose sobre lo observado, interfieren la mirada en la oscuridad…dificultades tan invisibles como innumerables. El cultivo de la observación y la atención permitió, por ejemplo, a Kepler y a Brahe distinguir la astronomía de la astrología (dos miradas humanas diferentes que convergen en el mismo objeto). Al fin y al cabo, esa diferencia es parecida a la que distingue, por ejemplo, la mirada de un ciervo –que no levanta la testa para mirar hacia arriba- de la mía, que puede hacerlo para mirar el firmamento aunque no comprende todo lo que ve.

floresLa observación consciente de centenares de personas a lo largo de milenios es el origen de lo que se llama «comunidad científica», que ha contribuido a esta mirada en la oscuridad en esta noche de vivac. Es una comunidad antigua, y peculiar en su modo de trabajar: consiste en una memoria que se extiende y se comparte, siendo desdoblada, replicada y transmitida como la molécula de una compleja proteína. Aunque no sin rémoras: el perfeccionamiento de la observación causa recelo porque es una forma de apartar lo que no se ajusta a lo observado y entorpece el avance hacia el conocimiento: ideas, creencias y prejuicios establecidos que pese a su inconsistencia se imponen mediante distintas formas de poder. La ciencia, como la vida humana, es absolutamente contingente, nunca necesaria, y nada es absolutamente cierto o incierto. GrupoYacíamos en silencio, algunos compañeros de ascenso también despiertos, como batracios apostados en las aguas oscuras de un estanque pero mirando el cielo; otros cruzando aún la “pequeña noche” que algunos acabábamos de dejar atrás. Continué la observación. Llegaron satélites y estrellas fugaces, pero la mente bullía con las imágenes y los recuerdos de aquél día: las dos bóvedas, cráneo y cielo, persistían en entrar en contacto, como si aspiraran a ser una.

Turmal y piornal

Turmal

Sobre la luz de los astros coloqué las visiones del ascenso: los piornales de suave color amarillo, espolvoreados sobre la montaña como talco sobre la piel de una ciruela oscura; las morrenas del glaciar -que se me antojaban colosales carrillos de animales de otra era-, desfigurados por la vegetación; aparecieron flores, rocas de formas azarosas, y también los compañeros del grupo, caminando en fila monte arriba, o en torno al manantial donde florecían orquídeas de color malva. De repente, se erguían ante mí montañas de turmal al fondo del valle contiguo, “…si no hubiera podido mirar”, reflexioné al borde del sueño, “no habría podido subir hasta aquí”. Pero era necesario algo más: la mirada por un lado, sí, y, por otro, el grupo, que transforma y distribuye la energía necesaria para avanzar.ArmeriaAsí, ante el teatro del cielo, arriba, seguían llegando, como si ascendieran, desde dentro, imágenes de embelesos y rosas silvestres, de orquídeas y cumbres tapizadas con mantos de armeria arenaria que impregnaban de morados y violetas la cumbre de Torreón, o moles oscuras de turmalina del cerro último de la Sierra, derrochando tinieblas, ribeteadas de líquenes en las crestas más sombrías; los canchales y trampales más abajo, en breves praderas, no lejos de lagunas quietas. Cuando ya no supe dónde estaba debió entrarme de nuevo el sueño. A la mañana siguiente el instinto del ascenso persiguió incansable el premio de la panorámica que las cumbres han de conceder: la visión de una mirada total, grande o pequeña, pero que es por definición mayor que las anteriores y que representa para la memoria –y para la vida-, un paso más y una imagen nueva.En el Torreón

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