Electrifying London (II)
por Zugvogelblog
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La Hayward Gallery acoge una exposición de la fotógrafa Dayanita Singh, bajo el nombre Go away closer, (Vete más cerca). De Singh conozco sobre todo sus preciosos libros, en cuyo proceso interviene plenamente, salvo en la escritura de textos cuando los hay.
Atrae poderosamente la atención su proyecto de museos portátiles y el manifiesto de la autora, Museum Bhavan Statement. Los museos portátiles son una colección de paneles de madera -una especie de paredes y/o anaqueles -se diría biombos, y podrían serlo pero no lo son específicamente-, sobre los cuales se construyen itinerarios horizontales y verticales. La artista irá cubriendo de fotografías y álbumes los nichos aún vacíos en los museos portátiles, podrá modificar el diseño de los paneles y su forma y dimensión, la colocación y el itinerario; podrá sustituir o cambiar de orden las fotos instaladas e ir así, progresivamente, convirtiendo las fotografías en uno solo de los muchos elementos y materiales que componen esta obra, a caballo entre un museo, una biblioteca, la sala de estar de un hogar y un muro narrativo, como los pasquines que existían antiguamente en China, dónde surgió la cultura del papel con la que Dayanita Singh siente un vínculo emocional que alcanza gran belleza.
Si los paneles pueden ser algo así como un reloj gráfico de su memoria (¿qué es, si no, la memoria?), también podrían convertirse en ciudades y casas, visibles e invisibles, porque además del itinerario físico que el visitante recorre, decenas de otros caminos y composiciones pueden ser expresadas o sugeridas, de la misma manera que un prado se cubre diariamente de kilómetros de tela de araña en torno al camino que siguen nuestros pies, visibles al trasluz pero invisibles ante una mirada no consciente. Sin olvidar que estos museos son portátiles y, además, están hechos para viajar.Como la Electra de Sófocles-Hoffmannsthal, se diría que Dayanita Singh vive en una de estas cámaras que los paneles sugieren, como si fueran estos los muros de una ciudad antigua a medio descubrir, y que espera en torno a ellos a que el visitante pueda experimentar y/o desencadenar una catarsis. Además, no puedo dejar de pensar que hay algo propio del tablero de un juego de mesa centro-asiático en esta arquitectura; el juego de una niña pequeña que aún desea construir y disfrutar porque el sacrificio de entrar en la madurez durante la infancia no ha sido aún completamente asumido.

Electra junto a los muros de Micenas, ciudad de los Átridas, interpretada por la soprano Christine Goerke, Lyric Opera Production
Cada museo portátil parece atesorar una memoria de diferente densidad (como si fueran «memorias» de distintas personas). Esto es, en mi opinión, la sugerencia más fascinante de entre todas las que Dayanita Singh nos lanza con su proyecto de museos portátiles. Singh tiene el alma de un meticuloso artesano medieval: no puede vivir sin papel, sin libros, encuadernaciones o archivos; sin ilustraciones, imágenes o fotografías, que tengan más de un significado además del evidente atrapado en el material que lo sustenta; también convive con textos -textos de otros no de ella, salvo conversaciones transcritas. En definitiva, no puede vivir sin un mundo que es y a la vez representa los mimbres sobre los que se sostiene una casa, -la casa de la memoria, la casa primigenia de nuestra vida- , como ocurre con los delgados lienzos de celulosa de sus fotografías, engastadas a su vez en la arquitectura de madera de una ciudad de paneles-biombo que son museos portátiles.
Da la sensación de que su obra siempre busca la construcción paulatina de algo, de un edificio o de una cámara dónde se puedan atesorar a la vez, impresas, la distancia o la cercanía que ha puesto en cada una de las imágenes que exhibe, los textos que incluye de varios autores, el amor, también, que siente por los oficios que hacen posible su arte: el del carpintero, del encuadernador, del fotógrafo, del archivero, del impresor, del editor… y que todos estos elementos custodian su código secreto que franquea el acceso al sanctum sanctorum de la emoción de esta artista singular. Esa clave de la creación, lógicamente incardinada en su propia vida, no está , en realidad, oculta, y la sugiere la presencia de seres queridos o no, conocidos o no, que aparecen en sus fotos y viven junto a ella en sus diversos sistemas de memoria, de la misma forma que, aunque no los hayamos mirado o leído, la página de un libro, el legajo de un archivo o la fotografía de un álbum, duermen cara a cara, página con página, legajo con legajo, fotografía con fotografía, en el libro, en la carpeta o en el álbum. La obra de Singh desprende una intensa nostalgia –sobre las alas de una obsesión- por esa unión íntima, mejor dicho, esa reunión no tanto «con» lo amado como «de» lo amado que , a mi modo de ver, está presente en su impulso de crear lugares para la reunión artística de aquello que en la vida es dispar, bien sea una casa, una biblioteca o un museo o las tres cosas a la vez en un espacio que está definiéndose, como la casa que se levanta en el corazón de brumas del planeta Solaris (Tarkovsky-Lem). O tan solo un libro, aún el primigenio museo portátil de nuestra cultura.

Fotografía de los arqueólogos alemanes Loewentor, Doerpfeld y Schliemann en la puerta de Micenas, la ciudad de los Átridas junto a cuyos muros vivía Electra
El último día de la estancia en Londres, me acerqué a Islington para visitar a un buen amigo al que no veía hacía años. Sobre las paredes y estanterías de su casa cuelgan y reposan sin alharacas ni maquillajes lumínicos obras de arte extraordinarias y, entre ellas, para mi sorpresa, un retrato que me hizo una pintora inglesa hace muchos años, y que yo creía en manos desconocidas tras su exposición temporal en una muestra de retratos de la Royal Academy.
Recordaba mucho el busto en bronce de su tía Lidya Lopujova, bailarina de los Ballets Russes, y las ingeniosas figuras de cerámica de Quentin Bell, incluso el mágico autorretrato cuasi-cubista que Vanesa Bell pintó a modo de ejercicio para liberarse de un estilo demasiado realista, o las primeras ediciones de grabados de Durero y Goya…estaba preparado para volver a ver aquellas obras de arte pero no para ver ese retrato colgado allí. Y menos para comprarlo en un santiamén mientras las anédotas sobre Lidya brotaban en cascada.
A Ninette de Valois, la entonces directora del Ballet del Covent Garden, tras el estreno de una de sus coreografías con música de un compositor ruso cuyo nombre no recuerdo, le espetó: «es hogrible querida amiga, hogrible». Cuando mi amigo le preguntó por qué había sido tan cruel con ella respondió fulminante: «así, cuando le diga que es maravilloso, me creerá».
A Lidya Lopujova, las mujeres del grupo de Bloomsbury, especialmente la incisiva Vanessa Bell, la menospreciaban. Pero parece que se defendía bien y, contra todo pronóstico, su matrimonio con Maynard Keynes fue un matrimonio muy feliz. En un minuto culminamos la inesperada venta (yo, la compra) del retrato, gracias a una generosa oferta, y continuamos disfrutando aquella mañana soleada en Islington, cerca de las casas donde habían vivido George Orwell y Joe Orton.
Me entretuve unos minutos en ordenar mis recuerdos de aquel barrio de Londres donde había vivido años y tuve la equívoca sensación de que no había cambiado nada. Pero en Londres, bajo la luz nacarada de un suave sol de otoño, se forjan los más bellos espejismos.
los museos desaparecerán; pertenecen al siglo XIX y corresponde a una época y a una visión de la sociedad.
¿Desaparecer? No lo creo, a juzgar por el enorme éxito de que gozan muchos. Pero sí van a transformarse de manera inimaginable, de la misma manera que el concepto de patrimonio artístico o cultural.