Veraneantes
por Zugvogelblog
Anton Chéjov primero y Máximo Gorki después, describieron el fenómeno del veraneante. Chéjov los llama dachnikí porque solían morar en dachas o espaciosas casas de veraneo. Sus necesidades estivales chocaban con la mirada de asombro de los lugareños, causando los conflictos materiales y psicológicos que nutrieron sus cuentos y dramas. Ambos temas abundan en muchas de sus obras, mucho antes de que el siglo XX los agotara durante el “boom” de la década de los 60’. Hoy, la esencia del veraneo oscila entre la caricatura de un viaje y el engrandecimiento -o la frustración- de los monstruos que genera la interrupción de la vida cotidiana. Seguramente por eso, el descanso siempre es breve.
Los pelícanos volaban muy bajo sobre la inmensa bahía de Chiquinata, rumbo al puerto de Iquique, dónde dormitaban un par de viejas morsas que intentaban acostumbrarse, como los turistas, a una vida repentinamente cálida y tranquila. De vez en cuando, se dejaban rodar por las rampas de madera del embarcadero hasta zambullirse estrepitosamente en el agua con refrescante chapoteo. La atmósfera del puerto y sus pequeños restaurantes era acogedora y lenta, y la mirada se perdía no tanto en el mar como en la formidable pared de arena que cierra el horizonte terrestre de la ciudad.
Iquique posee un teatro (tenía en cartel una obra de Mario Vargas Llosa; no recuerdo cuál) y un Centro Español construido en sorprendente y grandioso estilo califal. Las calles poseen largas hileras de casas adosadas fabricadas para los empleados de empresas británicas de extracción de cobre y otros minerales, posiblemente afincados en la región hace un siglo o menos. En La Paz, al otro lado de los Andes, unida por el ferrocarril construido por ingenieros británicos, también existen aún estas barriadas de casas.
Además de gigantescas colinas y dunas, entre Iquique y Arica se encuentra el pueblo costero de Pisagua dónde el general Pinochet decidió el enterramiento de miles de víctimas de su implacable represión. No se ve desde la carretera, pues ésta transcurre por la vertiente interior de las colinas, pero ni el letargo de las morsas ni la atmósfera veraniega de Iquique o la adusta pero cordial amabilidad de sus habitantes logran ocultar la presencia de este pueblo, apacible y apartado.
¿Cuál es la misteriosa cualidad que un lugar requiere para reparar en él y abrir allí fosas comunes? El tirano cree íntimamente que todo quedará al margen de la historia pero ¿con qué criterio escoge este llano, aquella arboleda, o este pueblo sobre el bucle de una hermosa playa? ¿Qué le lleva a pensar que en esos lugares ocultará mejor el horror? Acepto, como viajero, que en este mundo el lugar más atractivo puede convivir con el espanto.
Felicidades por el artículo, pura literatura: describes el lugar com cuatro pinceladas breves, luego introduces el drama y terminas al estilo Zen, o sea que no terminas, las conclusiones son banales y sobre todo falsas.
Ya que mencionas a Vargas Llosa se me ocurre que el lugar y el argumento son muy apropiados para uno de sus novelones panamericanos de chiquicientas páginas. No valdría más que tus diez parrafitos.
Costa árida donde las haya, aunque esa misma aridez crea esa belleza rotunda que posee.